El niño que nació de una pepita de café

on | |
John se movía con fluidez entre el gentío de las calles de la gran ciudad. Sabía sortear las personas que caminaban en sentido contrario con esa elegancia indiferente que caracteriza a aquellos que siempre han vivido en una metrópolis. Los rascacielos danzaban sinuosos en un mar de nubes grises. Comenzó a llover y todo se paralizó. John iba en el autobús con otras cincuenta personas. Se rozaba con al menos cuatro de ellas, compartía el aire con todas, y no habló con ninguna. Cruzó la mirada con varias mujeres, y ninguna le decía nada.

Cuando llegó a su apartamento comió un plato congelado calentado al microondas. Vio la tele un rato, que hablaba de lo mismo: miseria ajena que enturbia las hazañas personales. Sintió cómo el aire viciado de la contaminación exterior le llegaba a través de los ojos, pero se dejaba intoxicar sin resistencia. De pronto le apetecía un café.

Rebuscando en los estantes casi vacíos de la cocina halló una lata de café mohosa color marrón tierra. Recordaba vagamente haberla comprado en un mercadillo a una vieja extranjera que decía traerlo de su país. No le interesaba el producto y le parecía caro, pero la mujer le dijo que el dinero era para ayudar a los pobres. Volvió la lata y vio el sello empolvado de una ONG, y recordó de golpe por qué había comprado esa birria de café. Decidió que estaría bien probarlo para coronar el día. Hoy había sido otro intervalo gris en su automática existencia, pero le pareció que debía celebrar al menos que nada malo hubiera sucedido.

Abrió la lata con dificultad y vertió parte del contenido en el filtro de la cafetera. Para su sorpresa, una porción de mezcla ínfima salió disparada de golpe fuera de la cafetera como si tuviera vida propia. Fue a recogerlo con un paño, pero se movió. Creyó que se había vuelto loco, pues ese grano de café le estaba hablando.

¡Hola!- John creyó oír al grano. Se metió el índice en el oído y se acercó. –Hola.-Repitió el grano. Corrió a la sala de estar y rebuscó en un cajón hasta encontrar una lupa. Volvió en un segundo, parándose sólo a mirarse ante el espejo que colgaba del pasillo. Allí se observó, como buscando una evidencia física de su locura. Sin embargo, tenía buena cara.

A través del grueso cristal pudo ver al grano de café con mucho más detalle. Tuvo que frotarse los ojos varias veces antes de comprender que el grano de café era un niño diminuto. Tenía la piel morena, como un grano de café sin tostar. Llevaba una maraña de pelo castaño alborotado y con restos de algún mejunje color tierra, y vestía con ropas artesanales del mismo color. Sus pies se movían sobre unas pieles sujetas a sus pantorrillas con una cuerda infinita. Para coronar su pinta salvaje, llevaba una lanza que portaba en la mano derecha sin signo de agresividad.

- ¡Ho-la!- repitió de nuevo el niño, ahora más lento y más despacio.
John no sabía muy bien qué hacer. Era la primera vez que un grano de café le hablaba. Nunca había leído nada sobre el protocolo que había que seguir.
- Hola- contestó finalmente, bastante asustado.
- Soy Birú, hijo del rey Nanko, y he venido a explorar.- John se rascó la cabeza un momento, reflexionando.
- Ah, muy bien.
- ¿Eres tú quien gobierna estas tierras?
- Ssss… sí. Soy el dueño de la casa.
- ¿Dueño? Tu lenguaje es extraño. Pero averiguaré qué significa, para eso estoy aquí. – A John empezó a entrarle el pánico. Un niño del tamaño de media colilla y el color de la madera había salido de su café, hablaba y se declaraba a sí mismo príncipe de un pueblo inexistente. Sin duda se había quedado dormido mientras miraba la tele y estaba teniendo un mal sueño.

Mientras nuestro protagonista masticaba estos pensamientos, el príncipe Birú hacía teorías sobre el significado de la palabra “dueño”.
- ¡Ya lo tengo!- dijo alzando su lanza y sacando a John del aturdimiento-Veo que aquí la tierra es fría e infructífera, con pocas señales de vida, por eso no podéis llamaros “rey”. Los reyes sólo gobiernan sobre cosas vivas, por eso utilizáis el título de dueño. De todas formas, ¿de qué sirve ese título? ¿Y qué pasa con las cosas vivas? ¿Quién gobierna ese bosque de ahí?- Y esto último lo dijo señalando al macetero junto a su ventana.
- ¿Qué? ¡Las petunias! ¡Nadie gobierna las petunias!
- En tal caso, ¡iré a esa tierra, la conquistaré y le daré justo rey!

John casi se desmaya ante la idea de un niño-grano escudriñando en el abono de sus petunias. Le costó bastante hacerle entender que él era el dueño de las petunias, pero que las macetas no se exploraban ni dominaban.
- Entonces, es como si no existieran, ¿de qué te sirve tenerlas?- Y a John se le vino a la mente el día que las compró, justo después de leer un artículo sobre salud y decoración.


El niño que vino en la lata de café resultó un ser curioso en extremo. A menudo viajaba agarrado a la ropa de John sin que éste se percatara. Domaba a los insectos más repugnantes para moverse por las “tierras” de aquel árido país petrificado en el que había aterrizado casi por casualidad. Todo le parecía digno de explorar, aunque fuera la asquerosa mugre de debajo de los muebles, o las aburridas curvas de una cuchara sopera corriente. Su meta era conocer el universo, y se interesaba por todo.

Como John estaba muy ocupado en sus interminables quehaceres diarios, él mismo tenía que averiguar la mayoría de las cosas por sí mismo. Y como no encontraba una relación directa entre las causas y sus efectos, se conformaba con la primera estrambótica teoría que saltaba de su brillante mente.

Tras sus exploraciones, Birú se sentaba al filo del macetero (ya conquistado y bautizado “karoba”, que en su idioma significa “tierra fértil”) y pensaba la más lógica explicación para los más extraños fenómenos. Así descubrió que ese gigante plateado llamado “grifo” por “los grises”-como solía llamar para sí a los hombres- salían a raudales las lágrimas de una anciana que vivía en algún rincón del planeta. Esta mujer había conocido el verdadero terror una vez, cuando uno de sus hijos se hallaba al filo de la muerte. Ella sentía cómo lo perdía poco a poco, por una enfermedad que lo enredara entre los hilos de las Parcas, que lentamente le acercaban la tijera corroída por el óxido al rostro. Un día entró en el templo de la aldea donde vivía y cayó de rodillas cubierta por su propio llanto. Rogó a los dioses que lo salvaran y tomaran de ella cuanto quisieran. Su hijo vivió, pero ella ya nunca más pudo derramar una lágrima. Al mes siguiente su marido cayó muerto por sorpresa, y volvió al lugar santo con los ojos secos para reclamar su derecho a luto. Nadie la escuchó. Desde entonces vive en un pozo seco, donde la oscuridad se asemeja noche y día al estado de su triste alma.


En el cuarto de baño de John descubrió también Birú una emocionante historia de magia y héroes. Resulta que al principio de los tiempos la Tierra y sus elementos fueron dejados en su justa medida: la ardiente pasión del amante, o el desmesurado odio del vengador no eran sino hipótesis absurdas. Así cada cual se movía tranquilo y satisfecho con su vida, centrados en sus metas, sin incidentes. Hasta que un día un joven chamán de alma torcida, comenzó a observar los poderes de otro mago de una aldea cercana. Primero lo admiraba, e intentó imitarle, pero la fuerza vital y la gracia del sabio poseían una fuerza inimitables, y entonces empezó a envidiarle. No existía entonces siquiera una palabra para aquel sentimiento enfermizo. Conjuró una llamada al dios de la guerra, a quien pidió que duplicara su fuerza para poder superar a su oponente. El dios, que sólo entendía de estrategias, le construyó una enorme superficie mágica sobre la cual sus poderes se multiplicaban por dos, y en el que podría verse como el dios que pretendía ser. El pequeño precio a pagar era el alma de una virgen pura -pequeño motín de guerra-, por lo que el chamán le entrego a su primogénita, que apenas había visto la luz del sol.

Sin embargo, al poco de encontrarse ante el artilugio descubrió que no era sino una mera ilusión, y que se limitaba a imitar cada uno de sus movimientos haciéndolos parecer más poderosos, pero no lo eran. Al descubrir que había empeñado la vida de su hija por nada se enfadó tanto, que decidió echar una maldición sobre el brillante trofeo: Nadie jamás verá en él lo que espera, pero sentirá la imperiosa necesidad de observarlo para confirmar su propia existencia. De esta forma, toda la humanidad quedó condenada a la desorientación y la falta de guía. Es por eso también que cuanto más perdido te sientes, menos te reconoces en el espejo. Con este vació existencial vinieron la inseguridad, y de esa caja de Pandora salió el odio, y mil compañeros más.


Otro día, cuando John se disponía a disfrutar de un té, una lanza diminuta atravesó la bolsa de papel paralizándole justo antes de sumergirla en el agua hirviendo.
- ¡No!- gritó Birú-. Si te bebes el espíritu de esa joven no verá la luz del sol desde tu estómago, se sentirá triste y te hará llorar.
- ¿Cómo?
- ¿Acaso no sabes de dónde sale eso que tú llamas “té”?
- De las plantas.
- ¿Las plantas? Qué bobadas dices. He estado en karoba miles de veces y jamás vi una planta con esa forma. Aunque el universo es infinito, y hasta eso podría ser cierto. Pero tengo una explicación mucho más realista. Oí una vez sobre una antigua civilización donde circula una historia en la que una joven se enamora del sol. Por más que intentara dejar de pensar en él, no podía dejar el vicio de observar su belleza. Hasta se quedó ciega de esa necesidad. Estaba tan desesperada por ese horrible sentimiento que le oprimía el pecho, que un día montó en un águila y se acercó a besarle.
“Pero es una osadía intentar sobarle un beso al astro rey, y quedó cabornizada. Sus cenizas se esparcieron sobre la Tierra, y hay gente que se dedica a recolectarlas, porque dicen que huelen a amor.”

John se quedó perplejo. Le costó un par de minutos reaccionar.
- Esa es una bonita leyenda, pero no es cierta.
- ¿Con qué criterio la pones en duda?
- No se puede volar hasta el sol en un águila, ni siquiera existen águilas lo suficientemente grandes para ese propósito.
- Cualquier medio es válido, si tu objetivo es claro y honrado.
- Esa frase esté muy bien para una camiseta, no para la vida real. Ven, te pondré un reportaje sobre la elaboración del té.
- No quiero acercarme a tu “telesivión”, es un monstruo que se alimenta del intelecto, ¿no lo ves?
- Otra vez con tus historias.- rió John bobaliconamente.
- ¡Claro que no ves!


Lo que John no sabía era que esa actitud suya, tan elocuente y prestigiosa en la ciudad moderna, era veneno para Birú. El niño que vino en una pepita de café poco a poco se contagió de esa oscura visión del mundo. Hasta John se dio cuenta de cómo se marchitaba lentamente su entusiasmo. Ya nunca miraba más allá, no quería ver detrás de las cosas, y se conformaba con la primera explicación que se le diera, aunque el antiguo Birú la hubiera tachado de improbable. Se sentaba en el filo del macetero a mirarse los pies durante horas, y aborrecía todo cuanto conocía por repetitivo, y lo desconocido por dudoso. Birú no conseguía encontrar sentido a nada, tan intoxicado como estaba del cientifismo y la especialización, que de nada le permitía hablar con certeza salvo sobre su aburrimiento.

John observó esto con gran pena, y decidió devolverle la alegría. Planeó un viaje real por el mundo real que tenía la esperanza de que le devolvería a su amigo la fe en la ilusión. Compró una revista de viajes y organizó lo que la mejor agencia del país titulaba “la experiencia que tu vida necesita”. Hombre y grano viajaron a las regiones más recónditas del planeta, recorrieron desiertos y escalaron las más altas montañas. Pero Birú seguía muriendo de pena, pues aún veía el mundo a través de los ojos de John: un agujero oscuro y corrupto que se retorcía sobre su propia miseria. Visitar una paraíso aislado sólo significaba una pequeña pausa en el intenso dolor de existir y formar parte de ello. John empezó a flexionar sobre ello una vez más, y creía comprender lo que esa experiencia vital tan necesaria le faltaba: espíritu.

Así una tarde, sobre las cálidas arenas adyacentes a la gran pirámide de Keops, Birú miró a John a través de su enorme lente y le habló con voz entrecortada:
- No lo intentes más, amigo. Hemos sido testigos de las más maravillosas puestas de sol, y yo sólo podía pensar en la noche eterna que le seguiría. Se supone que esta tierra es mágica, pero yo sólo veo aridez en el suelo y frío inerte en las rocas. – entonces John tuvo la mejor idea de su vida.
- Pero Birú, ¿vamos a irnos sin ver la fuente de la eterna juventud? Si está aquí mismo.
- No. Seguro que es una fuente corriente.
- No ésta, mi querido Birú. Sólo se ve en un lugar y a una hora concretos, y sólo un verdadero conquistador puede llegar a apreciar su belleza. Recuerdo cuando me dijiste que eras explorador, entonces no habrías desaprovechado esta oportunidad por nada. Nadie ha visto esa fuente desde hace treinta años.
- Seguro que ni existe ni es posible encontrarla.
- Pero alguien me dijo que había una leyenda que decía que un viejo ciego sintió el frescor de sus aguas mientras caminaba una noche de casualidad. –Entonces John comprendió que Birú no esperaba ver ningún paisaje exótico ni ninguna fuente mágica, sino que necesitaba creer en su existencia para sobrevivir a la fría realidad de la inferioridad en la que se movía. De esta forma su gente había sobrevivido siempre: desde antes de los tiempos del hombre. Y permanecerían vivos después de que la humanidad se ahogara en su propia tristeza.

Lo tomó en su mano y lo llevó tras la gran pirámide. Caminó cien pasos contándolos en voz alta, se paró y habló:
- Cuenta la leyenda, que el ciego oyó también una voz. Era una voz de mujer. Esa mujer le dijo que era la ninfa de la alegría. Dada por muerta, había sido enterrada hacía siglos bajo estas tierras, antes espeso bosque de pinos. Cada cierto tiempo y sabiendo que encontrará una persona dispuesta a escuchar, la ninfa sube a la superficie, sembrando verdor, frescor y alegría allí donde pisa. Y deja un mensaje de esperanza a un afortunado y paciente testigo.
- ¡Ahora recuerdo aquella historia!-gritó el niño.
- ¡Ah! ¿Y no vas a ponerla en duda?
- ¿Cómo podría, teniendo a la ninfa ante mis ojos?- El hombre de ciudad que había viajado en esta semana más que en toda su vida se volvió y tuvo que dejar a Birú sobre su hombro para frotarse los ojos con ambas manos.

Una dama alta y estilizaba se alzaba sobre la arena formando un pedestal de hierba y flores que salía directamente de sus pies. Sobre su piel trepaban varias enredaderas de alegres colores, y sus cabellos ondeaban al son de unas campanillas que tintineaban desde algún lugar. Dio un paso al frente, y la ola de verdor se extendió una zancada, dibujando una orilla estrecha. Puso el segundo pie a la misma altura, la arena de derritió de un solo golpe y brilló a la luz de la luna llena de aquella noche. La maleza de la orilla opuesta de aquel pequeño estanque rozaba los zapatos de explorador comprados en la sección de deportes de riesgo de un gran almacén de John. Pudo oler el agua –tan fresca y viva como si hubiera estado allí por siempre-, y también las guirnaldas que colgaban del largo cabello de aquella mujer desnuda. Birú saltó de alegría, dio las gracias a John por todo y se lanzó de cabeza a las cristalinas aguas nacidas de los pies de la alegría. ç

Él se sobresaltó e intentó cogerlo en el aire, pero falló. La ninfa comenzó a reírse: junto a las campanillas varios violines y un tambor hicieron un ruido estridente. John se lanzó a la laguna temiendo por la vida de su amigo. Cerró los ojos un segundo, y cuando los abrió de nuevo estaba cavando en la arena de un parque infantil cercano a su casa, donde encontró una pepita de café tostada.


Allí se quedó sentado pensando en lo vivido, y en cuál de las dos aventuras era más falsa: si su encuentro con el niño-grano, o sus cenas solitarias en la gran ciudad. Sabía cuál había sido más enriquecedora. Le vino a la mente de pronto que la vida son aquellos momentos que te traen a la experiencia, siendo esta última una reflexión sobre lo vivido y un aprendizaje. Pensó en Birú y sonrió.

0 comentarios:

Publicar un comentario